Jugarte la vida. Estar alerta en todo momento. Vivir al límite. Tener la cabeza fría. No tener miedo. Sentir la responsabilidad y el compromiso. Manejar armas militares. Abrir fuego si te atacan. Todo eso es lo que vive Pablo Santos a diario durante cuatro meses en alta mar, a veces sin atracar el barco en 60 días. Luego descansa otros dos meses en casa. Este toledano de 37 años lleva algo más de seis, desde enero de 2011, dando protección privada a los atuneros españoles que faenan en aguas del Índico. ‘¡Son piratas’! es una de esas frases que retumban en su cabeza cuando habla de su experiencia. Lo hace con tranquilidad e incide en la importancia de la fortaleza mental para realizar este trabajo. «Cuando embarcas no puedes traer nada de casa, tienes que tener la cabeza limpia. Esto es como un ‘Gran hermano’. En cuatro meses en alta mar cualquier problema te tortura, se multiplica por 20 y estás a 8.000 kilómetros, sin comunicación, no puedes solucionar nada», detalla.
Pablo Santos, toledano de 37 años, lleva seis trabajando en la seguridad privada
de las embarcaciones españolas que faenan en el Índico. Ha sufrido ataques
piratas, el más grave fue en octubre de 2012
Define como «apasionante» su trabajo. Manejar armamento militar y velar por la seguridad de la treintena de marineros embarcados en el buque son dos de los alicientes para este ex de la Brigada Paracaidista. En alta mar no está solo. Los equipos de vigilancia suelen estar integrados por tres profesionales, antes eran cuatro. La rebaja de ataques piratas a los barcos, conscientes de que llevan esta protección especial, ha repercutido en este descenso de personal. Actualmente la flota de pesqueros vascos ronda la veintena. Tienen de media unos 100 metros de eslora. La comunicación con el mundo desde ellos es muy complicada. «Las llamadas son caras y solo seis o siete tienen conexión a Internet, vives en ese micromundo», explica.
Pablo no recuerda la cifra exacta de asaltos sufridos en este tiempo. Recuerda la dureza de los inicios -«era día sí y día también»- algo que ha cambiado mucho en los últimos dos años. Pero él se acuerda al detalle de lo ocurrido el 10 de octubre de 2012. Con probabilidad el suceso más grave. Seis piratas somalíes atacaron con armas de fuego el barco Izurdia cuando faenaba a 350 millas de la costa. «Ese día estábamos muy cerca de Somalia, cuanto más cerca estás, más fácil es que te pille el lobo. El barco tuvo un problema que nos obligó a volver a puerto. Fue ahí. Yo salía de guardia y el compañero nos avisó. Nos encontramos un esquife -embarcación pequeña y muy rápida que usan los piratas- que estaba a cuatro millas de distancia», cuenta.
Estaba claro que iban a ser atacados. Pablo recalca que la utilización de las armas es siempre «la última opción». «Intentamos evitar el enfrentamiento por todos los medios. Dimos la vuelta, pero los esquifes van a mucha velocidad. Iban a 22 nudos y un atunero no coge más de 17. Siempre te acaba alcanzando».
Se pusieron «tan cerca que hubo que dar los avisos de seguridad, en total son cuatro». «Llegó un momento en el que nos tuvimos que defender, abrimos fuego y ellos también», continúa.
Finalmente los piratas desistieron. La embarcación dio aviso a la Operación Atalanta y fueron detenidos al día siguiente por un barco de la Armada holandesa. Los seis asaltantes fueron condenados por la Audiencia Nacional a principios del año pasado a 16 años y medio de cárcel por este suceso. «Ese día temí por mi y por la de todos», reconoce.
Según la sentencia, los condenados integraban «una cédula de asalto o grupo de acción pirata organizado con material y elementos destinados al abordaje y secuestro de barcos comerciales que navegaban por el Océano Índico frente a las costas de Somalia» y ya habían participado con anterioridad en acciones de este tipo.
«Nosotros, los de seguridad, somos para ellos un trofeo. Yo tengo claro que me coge un pirata y me saca cortándome el cuello», sostiene. «Tuve que declarar ante la Audiencia Nacional por esto. Nuestro trabajo no es un juego».
No suele fardar de lo que hace, «hablo solo si me preguntan», dice, pero el desgraciado suceso del pasado 8 de abril en el navío Txori Gorri donde él había estado destinado en varias ocasiones ha hecho que dé paso adelante. Hace casi un mes un vigilante mataba a tiros a su compañero en el y se suicidaba dos horas después con un tiro en el pecho. Pablo conocía a la víctima, «que deja hijos». Su imagen de tipo duro, con pelo rapado al cero y bien musculado, contrasta con su manera de explicar las cosas. «Era un profesional magnífico y esto no tenía que haber ocurrido nunca», dice con lágrimas en los ojos.
Respecto al otro compañero, cree que entró en la empresa en enero de este año provocando esta dramática situación solo cuatro días antes del desembarco, es decir, de volver a tocar tierra. «Se hizo una mala selección y la empresa debería dar explicaciones pero solo calla», denuncia.
Pablo no para de repetir que este es un «caso aislado» y se ve en la «obligación» de defender a los «profesionales» del sector, aunque tampoco elude el tirón de orejas a la empresa que contrata al personal y a la administración pública que «debe velar por la seguridad de todos». Por eso, reivindica la creación de una figura profesional específica, la de vigilante marítimo, para dar mayores garantías y evitar situaciones «lamentables». «Creo que los requisitos para acceder a este puesto deberían ser más duros, como ocurría cuando yo entré. No vale con que seas vigilante y tengas licencia de revólveres y escopetas del 12. Allí no utilizas eso. Yo me he encontrado compañeros que no habían manejado las armas que tenemos en el barco en su vida, ni esas ni ninguna. Además, en el mar todo es muy diferente», cuenta. «Eso nos pone en riesgo a todos, sé de gente que ha entrado en pánico y se ha escondido al prever un ataque», avisa.
Pablo llegó donde está después de una larga carrera militar y en el sector de la seguridad privada. Perteneció durante seis años a la Brigada Paracaidista y participó en varias misiones en el exterior. Recuerda especialmente las de Bosnia, en 1998 y en 2003.
«Por problemas familiares lo dejé», cuenta. Después se sacó el título de vigilante de seguridad, de escolta y de vigilante de explosivos. Estuvo unos años en el centro comercial ‘Luz del Tajo’ y después se encontró con el mar. «Soy aventurero, estaba cansado de la monotonía del centro comercial y surgió esta oportunidad. Necesitaban un perfil como el mío y me hicieron las pruebas», cuenta.
En total cinco filtros distribuidos en diez días más o menos. Varios test psicotécnicos de más de 300 preguntas cada uno, reuniones grupales para debatir y ver cómo solucionar posibles problemas en alta mar, además de una entrevista con psicólogos y con responsables de recursos humanos, detalla.
Este fue el primer paso. Al conseguir el OK tuvo que hacer un curso preparatorio de tres días. «En aquellos tiempos todos los que estuvimos ahí pertenecíamos o habíamos pertenecido a las Fuerzas Armadas, todos», recalca.
Empezaron 40 y acabaron 20. Después les hicieron «mil pruebas más», cuenta, «de drogas, de tóxicos, de todo, además de estudios para ver si estás un poco tocado». «Hace seis años tenías que estar totalmente limpio para acceder a este puesto de trabajo, en todos los sentidos», recalca.
«Las cosas han cambiado, ahora no se está haciendo igual», advierte. Los motivos son claros y ya los ha expuesto anteriormente: «En aquél momento había muchísima actividad pirata y necesitaban a gente muy preparada, militares, porque en alta mar si ocurre algo estás vendido, y entonces ocurría todos los días, ahora llevamos dos años sin un ataque serio», insiste.
«Los piratas siguen estando, porque tú los ves, pero no vienen como antes. Ellos identifican los atuneros. A ocho millas puedes identificar estos barcos. Son conscientes de que llevan seguridad y que les vamos a repeler el ataque. Nosotros también sabemos quiénes son ellos con un vistazo», añade.
Pablo está en contacto con la asociación ‘Marea Negra’ de seguridad privada y se está planteando crear una asociación específica de vigilantes marítimos. Cree que es clave también luchar para que esta profesión esté bien remunerada. El sueldo se ha rebajado «casi a la mitad». «Yo empecé cobrando 5.400 euros y ahora llego a los 2.800 porque soy jefe de equipo», dice. «Te juegas la vida cada día y hay gente muy buena a la que no le compensa, que lo ha dejado porque saben lo que hay». Además, apunta al desgaste emocional y personal. «Ha habido mil divorcios, se acaban algunas relaciones de amistad. El peso es muy fuerte». Pero insiste que su principal obsesión es «que no vuelva a morir un compañero a manos de otro por un fallo, por algo que se puede evitar».