El Pentágono reconoce algunos fallos eléctricos pero descarta un 'hacking'
La mitad de los aviones no tripulados Predator que Estados Unidos había comprado desde comienzos de la pasada década ya no están en sus hangares: se hicieron añicos en algún momento de su corta vida útil y salvo en contadísimas ocasiones, la culpa no la tuvo el enemigo.
Uno o varios fallos que todavía no han podido ser localizados ha convertido a la flota de robots que tiene EEUU (y que además de a los Predator incluye al más moderno Reaper) en un azaroso enjambre cuyos zánganos pueden caer fulminados en cualquier momento, mientras realizan prácticas sobre la estepa norteamericana o cuando están en plena misión de vigilancia de un líder de Isis entre Siria e Irak.
En 2015, nada menos que 24 de estos aparatos cayeron fulminados en alguno de los accidentes calificados como más graves: aquellos en los que se produce la destrucción total del aparato o daños por valor de más de 2 millones de dólares (una cifra que convierte la reparación, de hecho, en inviable). No se incluyen en este conteo, por tanto, otros accidentes o incidentes que, pese a comprometer la seguridad del aparato, no terminaron en siniestro total.
De los accidentes de 2015, 20 correspondieron a aparatos de la Fuerza Aéreas: 6 se produjeron en Afganistán, cuatro en el cuerno de África, tres en Irak, y otros cuatro en Kuwait, Siria, Turquía (previsiblemente también durante una operación sobre Siria) y Libia, tal como informa The Washington Post.
Sobre los dos restantes, la USAF no quiere revelar el punto donde se produjo el choque, quizá porque fuese territorio de países aliados en zonas que no están en conflicto, o quizá para no exponer sus operaciones sobre países donde no ha reconocido que esté interviniendo.
¿Un fallo eléctrico?
Los cuatro robots restantes pertenecían al Ejército de Tierra, y todos excepto uno terminaron sus días sobre el suelo de Afganistán. El cuarto, en Irak.
Lo cierto es que la tendencia al fallo de estos drones está comenzando a asustar a las autoridades de EEUU, que intentan dilucidar las razones por las cuales se ha producido un repunte de los accidentes (en 2014 fueron 18).
Varias fuentes consultadas por el citado diario aluden de forma indiciaria a problemas eléctricos causados por el motor de arranque, que derivan en una pérdida de potencia eléctrica total. Esta causa, que parece no ser la única y que no ha sido en todo caso reconocida por los fabricantes, obliga a utilizar la batería de emergencia para poder seguir pilotando el drone de forma remota.
El problema es que, cuando el Predator o el Reaper empiezan a gastar su batería de emergencia, al piloto que los controla desde miles de kilómetros de distancia (normalmente, desde EEUU), no le quedan más que dos opciones: buscar un aeródromo controlado por las fuerzas de Estados Unidos que esté a menos de una hora de vuelo, o pedir permiso para estrellar el aparato.
Esta segunda alternativa no es tanto el resultado de una especial preocupación por proteger a los civiles del impacto de un avión que supera los 20 metros de envergadura, sino sobre todo de la necesidad de destruir todo el material militar para no dejar pruebas de sus actividades, ni armamento que pueda ser reutilizado.
Mientras investiga las causas de esta especie de epidemia, que el Pentágono asegura que no tiene nada que ver con la actividad enemiga (intentando cortar las especulaciones sobre un posible hackeo de su flota de robots), el alto mando estadounidense le quita hierro al problema.
Sin estadounidenses a bordo, la pérdida de cada uno de estos aparatos es poco más que una pequeña marca en el capítulo de pérdidas por deterioro del abultado presupuesto militar de EEUU: poco más de 4 millones de dólares por avión destruido, en una cuenta anual de 637.000 millones. Algo así como una mosca estampada sobre el parabrisas.