José Manuel García Diego, director de Seguridad y socio experto de Aecra en Establecimientos obligados e Infraestructuras Críticas. Representante de Aecra en Cantabria.
Sigue estando de plena actualidad la tragedia del Madrid-Arena donde 5 niñas fueron víctimas de la desorganización de los mayores. Este tipo de tragedias con muertos suelen servir, al menos antes servían, —siempre hacíamos los puentes después de la riada, ahora ni eso—, para reformar las leyes que combatían las catástrofes o calamidades públicas regulando actividades de emergencia y evacuación, eso que algunos legisladores llaman autoprotección. Asistimos, tres años después en sede judicial, a un espectáculo lamentable de disculpas y acusaciones cruzadas entre profesionales que se supone que estaban para proteger a esas 5 niñas y a otros 23.000 asistentes más a un recinto autorizado para una ocupación de menos de la mitad.
Lloyd’s y la Asociación de Directores de Seguridad ADSI me invitaron pocos meses después de esta tragedia a pronunciar sendas conferencias sobre el asunto en Barcelona y Madrid (1). Me hacía yo entonces eco de la diversidad de regulaciones que conviven —y se contradicen— en el Estado español y que, a juzgar por la casuística, tienen menos eficacia que 2 velas a Santa Rita, la santa de mi advocación a quien visité por esa época en Cascia (Peruggia italiana).
Sostenía yo, con argumentos técnico-jurídicos, que se hacía imprescindible una actuación transversal de las Administraciones públicas que añadiera la eficacia que ni entonces ni ahora existe en torno a esto de la Autoprotección. Me parecía imprescindible una regulación legal que vendría a poner orden en los riesgos que se materializan en los espacios privados de pública concurrencia, eso que podríamos llamar la protección civil privada.
Y el Madrid-Arena era el ejemplo viviente, el mejor ejemplo de lo que no debía hacerse. Por hacer un repaso somero, el escenario era el siguiente, según la instrucción judicial: se celebraba un concierto en este espacio denominado Madrid-Arena, propiedad del Ayuntamiento de Madrid y gestionado por una entidad denominada Espacios y Congresos, participada al 100% por el propio Ayuntamiento. Existía también una empresa organizadora del evento llamada Diviertt que se encargaba de la venta de entradas, de los aspectos organizativos interiores de la fiesta y de “todo lo referente a la intendencia de la misma”
De la seguridad se encargaban dos empresas (Seguriber y Kontrol 34) que controlaban los accesos y el interior del recinto y a quienes se tenía encomendado el registro de los asistentes en la entrada mediante los correspondientes “registros y requisas que deberían haberse realizado en los accesos”, siempre según la instrucción judicial. A pesar de que el aforo autorizado era de 10.620 personas, el organizador vendió en torno a 23.000 entradas.
La normativa española en materia de autoprotección estaba en la época (y está) diseminada por todos los poderes públicos del Estado, una normativa estatal básica (Norma básica de autoprotección, NBA), norma reglamentaria que la Administración tardó 22 años en publicar y que obliga al titular de la actividad —persona que explote o posea la instalación, o sea Ayuntamiento y Diviertt— a redactar un Plan de Autoprotección por un “técnico competente” —que, por no estar concretado en la norma podrá ser tranquilamente el aparejador de la obra (es muy frecuente) que sabrá de hormigón pero nada de análisis de riesgos— y un responsable del control de riesgos y activación del Plan de Autoprotección, que tampoco tiene ninguna exigencia específica de conocimientos en la norma.
Esta normativa reglamentaria estatal tiene la consideración de básica, es decir, que puede ser desarrollada por las Comunidades autónomas (llamativo es que la normativa estatal básica sea un Reglamento y la autonómica pueda adoptar la forma de Ley) en base a las competencias que les atribuyen sus Estatutos de Autonomía. También, para que no falte de nada en este despropósito regulatorio, los entes locales pueden desarrollar, y lo hacen, sus propias Ordenanzas municipales con relación a la materia.
La única regulación que tiene consideración de legal (Ley 31/1995 de prevención de riesgos laborales, LPRL) en materia de Autoprotección es el art. 20 LPRL que obliga al empresario —en nuestro caso a todos, Ayuntamiento, organizador y empresas de seguridad— a “analizar las posibles situaciones de emergencia y adoptar las medidas necesarias en materia de primeros auxilios, lucha contra incendios y evacuación de los trabajadores, designando para ello al personal encargado de poner en práctica estas medidas, y comprobando periódicamente, en su caso, su correcto funcionamiento”.
También resultaba de aplicación la normativa de seguridad privada, reglamentaria asimismo, que asignaba funciones (arts. 95 y 96 del Reglamento de Seguridad privada, RSP) a jefes de seguridad (los responsables de los servicios de seguridad prestados por empresas de seguridad privadas a terceros) y directores de seguridad (responsables de seguridad del empresario obligado, exigible para algunos sectores de actividad y potestativo, según el criterio policial, para otros). Sus funciones, las de ambos, en esta materia, aparecen descritas en el aún vigente RSP, donde se dice que serán competentes en “La coordinación de los distintos servicios de seguridad que de ellos dependan, con actuaciones propias de protección civil, en situaciones de emergencia, catástrofe o calamidad pública.”
En este panorama de confusión normativa y de asignación variopinta de competencias y responsabilidades se hace bueno el axioma del futbol “tuya, mía, balón de ellos”. Como no se le escapará al lector, con frecuencia, la planificación no existe, es obsoleta, o desconocida para quien debería de aplicarla y el análisis de riesgos no existe o se ha llevado a cabo por alguien ajeno al mundo de la seguridad. El jefe de seguridad de las empresas de seguridad contratada desconoce estos mismos riesgos porque no han sido analizados y descritos previamente y además trabaja en casa de otro. Ridículo resultaría encargarle la gestión y coordinación de toda la seguridad del evento al técnico superior de prevención de riesgos laborales, único profesional al que una Ley, la LPRL, asigna estas funciones.
Ante este maremágnum argumentaba yo, habida cuenta de las funciones que el RSP le asigna y que su existencia depende sólo de la voluntad policial, que lo razonable sería que estas empresas, públicas o privadas, dispusieran de un Director de Seguridad que desempeñara todos los roles de autoridad de la Autoprotección que toda esta ensalada de normas prevén.
El Director de Seguridad es un profesional bien formado (incluso a nivel universitario con la nueva Ley de Seguridad privada) en materia de identificación y gestión de riesgos, tiene el conocimiento de las necesidades de Autoprotección para cada tipo de evento que se produzca en sus dependencias, y conocimientos más que suficientes para ser el “técnico competente” al que se refiere la NBA. También tiene el mando de todo el personal de seguridad que actúa en sus dependencias porque lo dice una Ley.
Resuelto ya el “quién” debe ser el responsable único y máximo en la gestión de riesgos relacionados con la emergencia y evacuación, recomendaba yo asimismo el “cómo”. Las normas jurídicas no deberían entrar nunca a relatar cómo deben ejecutarse acciones profesionales de carácter técnico, bastaría con que determinen los niveles de eficacia exigibles a alcanzar por los empresarios, públicos o privados, en sus dependencias. La solución es que las normas jurídicas hagan una remisión a normas de carácter técnico, técnica legislativa muy usual, que en cada momento representen las mejores prácticas de cada sector de la actividad. Me refería yo en este caso concreto a la norma técnica ISO 22320 de gestión de emergencias, exponente de la mejor praxis internacional en este ámbito.
Imagínense lo fácil (y tremendamente eficaz) que resultaría hacer una norma, legal por supuesto, que estableciera la necesidad de que determinados empresarios dispongan necesariamente de un Director de Seguridad habilitado cuando a juicio de la autoridad policial la gravedad de los riesgos o su complejidad lo haga necesario. Y en la misma norma legal hacer una remisión en blanco a la norma técnica vigente en cada momento en materia de gestión del riesgo de la emergencia.
Albergaba yo alguna esperanza de haber convencido con mis argumentos a las autoridades policiales presentes en estas conferencias, máximos responsables policiales en la materia, aunque no ignoraba la proverbial lentitud de la misma Administración que tardó 22 años en alumbrar la NBA.
Lo que no podía sospechar es que un año después se aprobara una Ley, la nueva Ley 5/2014 de Seguridad privada, que vendría a liquidar esta función de coordinación de los distintos servicios de seguridad de la figura del Director de Seguridad nombrado por el empresario, y la mantuvieran intacta para los Jefes de Seguridad al servicio de empresas de seguridad privada, actuación del legislador de la que únicamente cabe deducir que se fía más de un Jefe de Seguridad de una empresa privada que ni siquiera conoce el espacio a proteger, que de un profesional del mismo rango, pero al servicio del titular del establecimiento, con conocimientos universitarios de seguridad. El Madrid-Arena podría haber sido la riada que necesitábamos para construir nuestro puente, pero no sirvió ni para eso. Paradojas que seguro han de tener una explicación. Cada uno que busque la suya.