La sentencia a cuatro guardas supone el golpe final a la reputación de la empresa de seguridad, pero el sector se ha expandido
La Casa Blanca es testigo directo del historial de mercenarios de guerra en Estados Unidos. En cada una de las cuatro esquinas de la plaza ajardinada frente a la residencia presidencial, se erige una estatua de un extranjero que combatió en el siglo XVIII en el bando estadounidense en la Guerra de Independencia contra Reino Unido. Una concentración en el centro de Washington que enorgullecía a los directivos de Blackwater, el epítome caído en desgracia de la nueva guerra privada y de sus excesos, pero cuyo legado persiste intacto.
Las estatuas de piedra y metal lucen estos días igual de solemnes que cuando se levantaron en 1930, rodeadas de turistas, flores y vallas. “Incluso George Washington [el primer presidente de EE UU] tenía contratistas”, le gustaba proclamar a la cúpula de la empresa estadounidense de seguridad, según relata el periodista Jeremy Scahill en su libro Blackwater, el auge del ejército de mercenarios más poderoso del mundo.
El libro se publicó a principios de 2007. Septiembre de ese año supuso el inicio del fin de Blackwater. Y esta semana la compañía, ahora rebautizada, recibió su estocada definitiva. Ocurrió en un juzgado ubicado a once cuadras de la Casa Blanca y a tres del Capitolio, actores clave detrás del apogeo y ocaso de Blackwater. Un juez federal sentenció a cuatro exguardas de Blackwater a largas penas de prisión por la muerte de 14 civiles iraquíes desarmados en una plaza de Bagdad el mediodía del 16 de septiembre de 2007.
Hay una proliferación general y de algún modo es menos seguro. Ya no es un fenómeno estadounidense en Afganistán e Irak. Es realmente global"
Sean McFate, autor del libro 'El mercenario moderno'
Uno de los agentes fue condenado a cadena perpetua por asesinato al iniciar el tiroteo. Los otros tres recibieron sentencias de 30 años de cárcel por homicidio. En octubre, un jurado los había declarado culpables. El juicio se inició en junio impulsado por el Gobierno estadounidense tras años de tropiezos de procedimiento y desestimaciones. La defensa anunció que recurrirá.
En el momento de la matanza, a los cuatro años del inicio de la guerra de Irak, Blackwater tenía un contrato con el Departamento de Estado por más de 1.000 millones de dólares para proteger a su personal. Los agentes integraban un convoy de cuatro jeeps que escoltaba a unos diplomáticos tras el estallido de un coche bomba en una zona cercana. Alegan que dispararon porque se sintieron amenazados, pero el juez determinó que actuaron sin justificación.
El suceso indignó al Gobierno iraquí, hundió la imagen de Blackwater, forzó a Washington a mejorar sus controles, y simbolizó la impunidad que creían gozar el mar de contratistas en la llamada guerra contra el terrorismo. Existía en Irak un “ambiente lleno de negligencias” en que los agentes de Blackwater se sentían “por encima de la ley”, según un informe del Departamento de Estado elaborado un mes antes del suceso. Entonces y en los años posteriores, había en Irak y Afganistán más contratistas -hasta 112.000- que soldados estadounidenses, según datos oficiales.
La matanza pareció el fin de una era. Pero lo fue solo para Blackwater. La industria se ha expandido y sigue siendo muy útil a los gobiernos. El ciclo no se ha cerrado: la amenaza terrorista se mantiene y surgen nuevos riesgos. EE UU sigue en Afganistán, 14 años después del inicio de su intervención. Y por el auge del grupo yihadista Estado Islámico, desde junio pasado vuelve a haber militares estadounidenses en Irak, tras su salida en 2011 a los ocho años de guerra. Actualmente, Washington subcontrata en ambos países para tareas de seguridad, inteligencia, mantenimiento o entrenamiento.
“Hay una proliferación general y de algún modo es menos seguro”, dice Sean McFate, autor del libro El mercenario moderno, publicado en enero, y conocedor de primera mano del sector: tras ocho años en el Ejército de EE UU, trabajó entre 2004 y 2006 para una compañía de entrenamiento militar en África. “Ya no es un fenómeno estadounidense en Afganistán e Irak. Es realmente global”, agrega en una entrevista telefónica el analista del laboratorio de ideas Atlantic Council en Washington.
Han surgido contratistas más pequeños. Y entre los clientes, ya no hay principalmente gobiernos. También ONG, empresas energéticas y de transporte. Pero la opacidad hace imposible calibrar el alcance del sector. Las ventajas: los contratistas son más baratos y en ocasiones más fiables y experimentados que un Ejército regular. Y sobre todo más invisibles: tienen que dar menos explicaciones, llevan a cabo actividades arriesgadas y sus muertes golpean menos a la opinión pública.
El apoyo “logístico” a explotaciones de materias primas en África es una de las actividades de Frontier Services Group, con lazos con el Gobierno chino y cuyo presidente es Erik Prince, que en 1997 fundó Blackwater. Prince, de 45 años, exmiembro del cuerpo de élite del Ejército de EE UU y generoso donante del Partido Republicano, convirtió a Blackwater en la compañía de seguridad privada más poderosa y en una pieza clave del engranaje bélico de la Administración de George W. Bush: protegía a sus diplomáticos en el extranjero e integraba operaciones de la CIA.
Han surgido contratistas más pequeños. Y entre los clientes, ya no hay principalmente gobiernos. También ONG, empresas energéticas y de transporte
Hasta que llegó la matanza en la plaza de Bagdad. Blackwater no logró recuperarse del golpe, que junto a otras polémicas -prohibición de operar en Irak o imputación de cinco directivos por compras ilegales de armas- llevaron a Prince a cambiarle el nombre y en 2010 a venderla. Ahora se llama Academi y en junio se integró al gigante Constellis Group, subcontratado por EE UU en Irak.
Academi y Frontier se esfuerzan en distanciarse de la sombra de Blackwater. Ambas firmas declinaron valorar la sentencia judicial ni revelar sus contratos. Los departamentos de Estado y Defensa de EE UU tampoco respondieron a la consulta de este periódico sobre el número de empresas subcontratadas. Los últimos datos disponibles corresponden a enero y solo a una división regional del Ejército. Entonces, tenía a sueldo a unos 40.000 contratistas en Afganistán (cuatro veces el número de militares) y 5.000 en Irak (casi el doble).
El excontratista McFate cree que el fallo puede golpear la reputación de Academi y Frontier, pero no al sector porque no altera sus fundamentos y la supervisión de conducta de las empresas sigue siendo voluntaria. La ONU aplaudió la sentencia, pero lamentó que es una “excepción” y abogó por impulsar un tratado internacional en ese campo.
McFate recuerda que a lo largo de la historia siempre ha habido mercenarios, pero esgrime que, tras haber estado ocultos en las últimas décadas, ahora son más “públicos”. Cita las informaciones que apuntan al uso de combatientes privados a sueldo en Nigeria y Ucrania. Y teme que se entre en una espiral en que los Estados pierdan el monopolio de la fuerza legal: “Los combatientes por beneficio están incentivados a alargar las guerras o incluso a empezarlas, como ocurría en Europa en la Edad Media”.