Y conviene prestar gran atención a las noticias menores, síntomas del mal mortal. Siempre pongo el ejemplo de lo que contó Stefan Zweig: una de las primeras decisiones nazis contra los judíos fue prohibirles tomar asiento en los bancos de los parques. Bueno, se dirían muchos alemanes, no es gran cosa ni clama al cielo, sin tal vez pararse a pensar en lo arbitrario e injusto de disposición semejante. Después vino lo que vino. Hace unos meses señalé aquí una de esas noticias de eco escaso: la privatización o comercialización parcial de nuestros agentes del CNI, a los que se autoriza a estar en nómina de empresas privadas o públicas, nacionales o extranjeras; es decir, a no servir al Estado español en exclusiva –como nuestros soldados y policías–, sino a obedecer también órdenes de una multinacional de base rusa, saudí, estadounidense o china, una locura sumamente peligrosa para nosotros. Gente que leyó mi columna se quedó atónita: “Pero ¿esto es verdad?” “Bueno, yo no me lo he inventado, la información apareció en el diario”. Sin embargo no he visto que ningún diputado haya interpelado al Ministro del Interior al respecto, ni ningún otro artículo escandalizado.
La Ley de Seguridad Privada supone exactamente la desaparición y prohibición de los investigadores privados
Ahora este Ministro, Fernández Díaz, desde mi punto de vista –y bajo su apariencia suavona y beata– uno de los miembros del gabinete que menos entiende en qué consiste la democracia (y cuenta con rivales muy serios), suelta otra de esas noticias menores. El anteproyecto de la nueva Ley de Seguridad Privada estipula que los investigadores deberán firmar un contrato con cada cliente particular que les haga un encargo, del queinmediatamente tendrán que dar cuenta a la policía. Y no sólo eso, sino que tanto ésta como la Guardia Civil podrán acceder a los informes elaborados por los detectives a efectos de control e inspección. Las imposiciones no acaban ahí. Uno podría pensar: “Bueno, pues que los detectives no escriban informes, que lo tengan todo en la cabeza o en notas sueltas”. Para evitarlo, la nueva ley establece que “por cada servicio que les sea contratado, los detectives privados deberán elaborar un único informe en el que reflejarán el número de registro asignado, los datos de la persona que encarga y contrata el servicio, el objeto de la contratación, los medios usados, los resultados, los detectives intervinientes y las actuaciones realizadas”. Es decir, todo, y se añade que tal dossier “estará a disposición de las autoridades policiales competentes para su inspección”. Por último, los detectives estarán obligados a comunicar a la policía “cualesquiera circunstancias e informaciones relevantes para la prevención, el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana”. Esto es tan amplio y ambiguo que nada escaparía a su control.
Ni la dictadura franquista fue tan lejos. Esta ley supone exactamente la desaparición y prohibición de los investigadores privados, porque ya nada será privado. La policía sabrá al instante si usted sospecha la infidelidad de su cónyuge, si quiere comprobar la insolvencia de quien le debe dinero, si indaga sobre sus orígenes o sobre el niño que le robaron nada más parirlo. La discreción, el secreto, la reserva, el pudor, la intimidad y la privacidad quedarán abolidos. De todo tendrán conocimiento inmediato las autoridades, con el inquisidor Fernández Díaz a la cabeza. El actual Gobierno ha decidido suprimir esa actividad cuyos representantes más antiguos –al menos con fama– fueron los investigadores de la Agencia Pinkerton, que ya operaban en 1850 en Chicago. Si por este Gobierno fuera –tan autoritario que ya es casi totalitario y policial, le falta poco–, no habrían existido Sherlock Holmes ni Philip Marlowe ni Sam Spade ni Poirot ni Lew Archer, por mencionar sólo a clásicos. Todos le habrían soplado a la policía en seguida las cuitas de sus clientes. Sin confidencialidad posible, sin silencio garantizado, sin ética, ¿quién contratará a ningún detective (el adjetivo “privado” pasará a ser una burla)? Esta ley se limita a prohibirlos, en la práctica. No me digan que no es un derecho más –y bien importante– del que se nos desposee.