Las conversaciones del juez Alba con un empresario son solo la punta de iceberg de un sistema que propicia la corrupción judicial, que hace el sistema permeable a las influencias. El sistema de elección del gobierno de los jueces y el de promoción de los mismos está politizado hasta la médula, carcomido por la constante injerencia política. La cuestión es clave. Un juez que tenga ambiciones, que quiera prosperar en la carrera judicial, tiene que ponerse al servicio de las opciones políticas que son las que garantizaran su ascenso. Ser presidente del Tribunal Supremo, de la Audiencia Nacional, del Tribunal Superior de Justicia de Canarias o de la Audiencia Provincial, requiere del concurso de unos jueces que son designados por cuotas políticas y que responden, en cada momento, a los criterios de selección, también política, en la que la discrecionalidad se impone y donde el currículum de un juez es sólo un adorno necesario para el papeleo.
El juez Alba, muy conocido en los ambientes judiciales por sus legítimas ambiciones políticas, no está solo. La mayoría de sus superiores han pasado, de una forma o de otra, por la criba de un partido político, en esta etapa por el PP, que ha logrado penetrar intensamente en los órganos judiciales para colocar en los tribunales a su gente, o al menos a los que garantizan la preservación de determinados intereses aunque, históricamente, se les haya relacionado con ámbitos más progresistas. Tampoco es esta una práctica exclusiva del PP. El PSOE se ha caracterizado por hacer exactamente lo mismo, y más, en las etapas en las que ha gobernado. Hoy en la oposición tampoco suelta el mando para teledirigir las cuotas de poder que sostiene en los ámbitos judiciales. Las llamadas de empresarios y políticos a jueces y viceversa no las recibe en Canarias sólo Alba, son algunos más los que se ponen al teléfono y admiten realizar gestiones ante otros jueces o en sus propios tribunales. Es así como hay que interpretar determinadas decisiones que afectan a políticos y a empresarios, revestidas de argumentos jurídicos, algunos al límite en la correcta interpretación de la ley.
Esta es una realidad que no escapa a los observadores internacionales, sobre todo a nuestros vecinos europeos y socios en la Unión, ámbito desde el que en 2012 y 2014 se advirtió a España sobre la necesidad de despolitizar la Justicia para garantizar la independencia de los jueces. Y no es el único organismo internacional que contempla, con preocupación, la permanente injerencia de la política en la Justicia y su constante instrumentalización. El Foro Económico Mundial, en sus análisis de percepción, sitúa a España en el lugar 72 de un análisis de 148 naciones, en puestos compartidos con países como Irán o Indonesia. La Comisión Europea, en su estudio de 2014, nos situaba en el puesto 23 de 28 estados miembros en cuanto a independencia judicial.
Greco, el Grupo de Estados contra la Corrupción, viene pidiendo a España desde 2012 que al menos la mitad de los vocales del Consejo General del Poder Judicial sean elegidos por los propios jueces, una recomendación que también había hecho el Comité de Ministros de Justicia de la Unión Europea. Greco también afea a España por no establecer criterios objetivos para la elección de los jueces y magistrados que ocupan cargos de responsabilidad en la Judicatura, una de las competencias más discrecionales del gobierno de los jueces con la que colocan a los candidatos de los partidos políticos en los puestos de responsabilidad.
Frente a estas recomendaciones el Estado Español no sólo no las ha asumido, sino que ha hecho lo contrario. Así, en esta legislatura, el PP emprendió una reforma del funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial pero en dirección contraria a las recomendaciones de la UE y de su propio programa electoral, en el que se comprometió a que 12 de los 20 vocales del CGPJ serían elegidos entre los jueces. No solo no cumplió su programa electoral, sino que rebajó las barreras para su elección en el Parlamento, de mayoría muy cualificada a simple mayoría. Toda una elegía a la discrecionalidad, la puerta por la que se cuelan a diario desalmados y ambiciosos jueces, políticos y empresarios que ponen en entredicho el control democrático.