Hace ya unos cuantos años cuando trabajé como educadora en varios centros de protección de menores, recorrí todas las fases por las que ellos pasan, desde centros de protección y pisos tutelados, hasta centros de medidas judiciales.
Desgraciadamente ese es el recorrido que hacían muchos de ellos. Los centros penitenciarios eran el último escalafón a donde llegaban muchos de los niños que habían estado primero en hogares de protección durantes largos años y cuyo final trágico era acabar en una institución penitenciaria.
Aquella experiencia que duró sólo unos pocos años me marcó para siempre. En los ojos de aquellos niños abandonados, marcados ya de por vida, comprendí la tremenda injusticia de una sociedad narcotizada y aberrante, que abandona a la infancia para después acabar encerrándolos en cárceles.
En aquellas instituciones, donde el estado confinaba a los menores vi de todo: niñas embarazadas, menores prostituidas, muchachos enganchados a las drogas, niños y niñas a fin de cuentas que habían perdido la infancia por las terribles circunstancias sociales que les rodeaban.
Sin embargo, lo peor de todo aquello fue la comprobación de que las educadoras apenas podíamos hacer nada por aquellas criaturas, la mayoría provenientes de barrios pobres y marginales de la ciudad. Nada, porque quienes imponían sus propias reglas eran empleados de la seguridad, muchos de ellos sin una cultura básica o una preparación para el cargo. Seguridad Integral Canaria, propiedad de Miguel Ángel Ramírez, (actual presidente de la U.D las Palmas) era la empresa encargada de la seguridad de uno de los mayores centros de menores de las Palmas y de la contratación de su personal.
En una ocasión presencié cómo uno de aquellos seguritas, escogidos especialmente por su fuerza bruta, golpeaba a un menor ante mi presencia. Aunque le ordené que se detuviera, continuó golpeando al muchacho, aislado y sólo en su celda. Ese mismo día denuncié los hechos ante la directiva del centro. No tardé dos días en ser despedida, mientras el empleado de Miguel Ángel Ramírez seguía en su puesto.
Años más tarde, en ese mismo centro murió asfixiado un menor al prenderle fuego a un colchón. Probablemente para llamar la atención sobre el abandono institucional que padecía, al igual que las niñas del Centro de Menores de Guatemala. Las menores sólo querían denunciar la situación de malos tratos, vejaciones y abusos sexuales que sufrían por parte de los propios monitores. Murieron 22 niñas en el incendio.
De nuevo en Canarias ha vuelto a aparecer un nuevo caso de abuso de menores en una de estas instituciones encargada de protegerlos. No es la primera vez, hace apenas unas semanas se conoció que las niñas de la red de prostitución del sur de Gran Canaria estaban tuteladas por el Gobierno de Canarias.
Si todo esto no revuelve nuestra conciencia, es que ya estamos muertos en vida. Si no somos capaces de defender a los más desprotegidos, a los que ya han sido castigados, abandonados, excluidos y estigmatizados desde su más tierna infancia y, lo que es peor aún, si las propias instituciones encargadas de hacerlo no lo hacen como debieran, es que hemos perdido realmente el norte y no conocemos cuáles son las prioridades y hacia dónde estamos dirigiendo nuestro futuro.
A estos chicos y chicas la vida les falló desde el principio, que lo haga también el estado encargado de su custodia es una tragedia añadida. Pienso que tal vez, a costa de ver atrocidades televisadas, nos creamos que todo lo que ocurre es ficción. Pero, les aseguro que estos niños y niñas, la existencia miserable a que se ven abocados a vivir, son reales. No es una película, existen, yo les miré a los ojos y jamás pude olvidarlos.
Nieves Rodríguez Rivera es profesora de Lengua y Literatura.